¡Goool! / Goal!: The Dream Begins
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Cuando Santiago Muñez llega a Los Angeles de México a la tierna edad de diez años, viaja con sólo una bola de fútbol y una foto deslucida de la Copa Mundial. Cuando un cazatalento de Inglaterra le ofrece la oportunidad de cumplir su sueño eterno de jugar al fútbol, vuela hasta un lejano rincón del mundo a jugarse el todo por el todo. Sin embargo, no todo es color de rosa cuando Santiago aterriza en una de las ciudades más industriales y desalentadoras de Inglaterra. La presión que Santiago siente por triunfar crece cada día, provocándolo a ocultar un secreto que podría sabotear su juego. No cabe duda que Santiago posee instinto, habilidad y determinación.¿Pero tendrá el aguante para triunfar en el fútbol profesional europeo?Basado en la película espectacular del mismo nombre, ¡GOOOL! es un relato conmovedor de desafíos y tribulaciones, tragedias y triunfos, ambientado en el mundo del deporte más popular y emocionante de todos los tiempos.Robert Rigby es el coautor de la serie juvenil Boy Soldier, junto con Andy McNab.También es uno de los guionistas de Byker Grove, una premiada telenovela británica para adolescentes. Actualmente vive en Norfolk, Inglaterra.UnoLa vida era mejor ahora. Santiago recostó su cuerpo esbelto y bronceado sobre la tumbona al borde de la piscina y contempló el agua clara, resplandeciente.Se ajustó ligeramente las gafas oscuras. El sol de la tarde golpeaba desde un cielo azul despejado.También el crucifijo que llevaba al cuello le calentaba la piel morena.El ambiente era de lujo, puro lujo de California del sur. Una brisa tibia mecía las palmeras y el agua de los aspersores jugueteaba sobre los jardines bien cuidados, formando diminutos arco iris cuando la luz del sol se reflejaba en las gotas. Más allá de la piscina, unos escalones conducían a una terraza amplia y, aun más allá, se levantaba la espaciosa mansión.Santiago se miró de reojo el tatuaje azteca que llevaba con orgullo en el interior del antebrazo y sus pensamientos lo llevaron hacia un pasado remoto. A diez años atrás. . .Santiago se ve a sí mismo, un niño de diez años, deslumbrando a sus compañeros de juego en un partido de fútbol. El escenario es un descampado polvoriento en medio de un vertedero del barrio más pobre de un pueblo mexicano hundido en la pobreza.Cerca del campo improvisado, están las chozas de latón, situadas entre bloques de pisos hacinados, sus paredes tapizadas con llamativos graffiti. Entre las chozas asoman cuerdas para tender la ropa y el partido de fútbol de los niños transcurre acompañado por una mezcla de música salsa, gritos, bebés que lloran y el rugido del tráfico.Pero los niños juegan, ajenos al lugar. Sólo piensan en su partido mientras corren de un lado a otro en medio del polvo.Santiago es de una clase única. Se lleva el balón al pecho, lo deja caer a la altura de las rodillas, luego al empeine, esquiva a un rival con una finta sublime y mete un balón certeramente entre dos cajas de cerveza que sirven de portería.Y luego el recuerdo y las imágenes se desplazan como en una pantalla de televisión que va cambiando de un canal a otro.Santiago duerme. Siente que alguien lo sacude y abre los ojos. Su padre, Herman, lo está mirando.–Anda, coge tus cosas, Santiago.El pequeño se incorpora en la cama, frotándose el sueño de los ojos. Su abuela, Mercedes, está levantando a su hermano menor de la cuna.–Rápido, Santiago.El desconcertado muchacho de diez años coge su fotografía de la Copa del Mundo, que arrancó hace tiempo de una revista vieja, y se mete debajo de su cama en busca del único bien que atesora: su pelota de fútbol.La imagen vuelve a cambiar, avanzando en el tiempo, hacia el interior de un camión maltrecho que se sacude mientras avanza dando tumbos en medio de la oscuridad. Santiago y su familia viajan en silencio. Otra familia y un puñado de hombres jóvenes también viajan hacinados en el viejo camión.Todos han pagado la cantidad de dólares exigida por el viaje, que es sólo de ida.Un bebé comienza a llorar. Una cerilla ilumina el interior cuando un joven enciende un cigarrillo y, a la luz del chispazo, Santiago no ve más que rostros asustados. Se aferra a su pelota con más fuerza.Cuando el camión se detiene, los viajeros cansados bajan al camino polvoriento y, mientras el vehículo ruge y se aleja resollando, alguien les ordena seguir a sus dos guías a través de un laberinto de cactus y arbustos de salvia.Llegan a la frontera. Unos focos, montados sobre una camioneta de guardias fronterizos de Estados Unidos, cortan la oscuridad profunda. Los inmigrantes ilegales suben por una pendiente hacia una brecha en la valla que marca el límite. Es una valla de dos metros y medio, separada por un foso.Cuando Santiago está a punto de llegar a la brecha, la pelota de fútbol se le cae de las manos, da unos botes y se aleja montaña abajo. Santiago se gira para ir tras él, pero su padre lo agarra de un brazo.–Olvídalo, es sólo una estúpida pelota –dice, con un silbido de voz, irritado.Antes de que lo hagan pasar por la abertura cortada en la valla, Santiago le echa un último vistazo a su amado balón y lo ve cruzar el foso. Su padre le da prisa.–¡Corre! ¡Corre! ¡Corre!Diez años atrás. Es mucho tiempo.Santiago volvió a mirarse el tatuaje y suspiró. Oyó pisadas, pero antes de que pudiera ver quién se acercaba, sintió una mano pesada, nada amable, sobre la nuca.–Quita de ahí. ¿Quieres perder el trabajo? Hay que recoger las hojas de la entrada. Ve a buscar la sopladora.Santiago no dijo palabra. Se levantó, agarró la camiseta y se encogió de hombros mientras se alejaba para cumplir con las órdenes de su padre.Cierto, la vida era mejor ahora. Pero no mucho.Dos La camioneta iba por Sunset Boulevard en dirección este, hacia el centro. Santiago y su padre viajaban apretados atrás, al descubierto, entre otros tres jardineros y un surtido de máquinas y herramientas de jardinería, incluyendo la sopladora para las hojas.Santiago miró su reloj, luego abrió la cremallera de una bolsa deportiva y comenzó a sacar su equipo de fútbol. Se quitó la camiseta y se puso una camisa a rayas desteñida. Los demás hombres le hicieron poco caso. Había sido una jornada larga y agotadora. Ahora guardaban la poca energía que les quedaba para llegar a casa, sentarse y abrir una botella de cerveza.Mientras Santiago se quitaba las botas, con sus inconfundibles cordones rojos y amarillos, el viejo sentado frente a él mostró algo de interés.–¿Cómo van las cosas esta temporada?Santiago se encogió de hombros.–A dos de nuestros mejores jugadores se los han llevado los de Inmigración. Puede que vuelvan para los partidos de la liguilla. –Volvió a mirar su reloj–. Si es que llegamos a clasificarnos. Llegaré tarde.Cuando la camioneta se detuvo junto al bordillo, Santiago ya se había cambiado y estaba listo para jugar. Saltó por la puerta trasera y se alejó corriendo hacia el parque.A la sombra de los imponentes pasos elevados de hormigón, se extendían los tres campos de fútbol y un diamante de béisbol, todo comprimido en un espacio rodeado de instalaciones industriales.El partido ya había empezado y cuando Santiago llegó al campo, el entrenador de los Americanitos, César, iba y venía por la línea de banda, con un cigarrillo colgando de los labios. Habían pasado muchos años desde la época de futbolista de César. Ahora tenía una barriga demasiado voluminosa, incluso para los pantalones XL que vestía. Pero sabía reconocer a un buen jugador cuando lo veía.–¿Cómo vamos? –preguntó Santiago, sacudiendo los brazos para llamar su atención.–Perdemos uno a cero, y llegas atrasado. ¡Ve para allá!El balón salió fuera de banda y, mientras César se alejaba trotando a buscarla, el árbitro se acercó a Santiago y le señaló las piernas.–No quiero a nadie lesionado. ¡Si no tienes espinilleras, no juegas!Las espinilleras eran un lujo que Santiago nunca se había podido pagar. Pero ya había tenido ese problema antes, así que sabía exactamente lo que tenía que hacer. Cerca del campo, encontró un par de latas de basura desbordadas y casi sepultadas por un montón de cajas de cartón. Santiago cogió una y arrancó dos pedazos rectangulares. Desde lejos, casi podían pasar por espinilleras.Se metió una dentro de cada calcetín y miró al árbitro.–¿Vale?El árbitro se encogió de hombros y lo dejó salir al campo. Llamar "campo" a aquel terreno era una concesión generosa, por no decir osada. Era un descampado duro como la roca, con unos pocos manchones de césped. Los "banderines" de las esquinas eran tres tambores de aceite y los restos de un viejo cochecito de bebé.Pero eso no le importaba a Santiago. Sólo importaba el partido. El partido era la razón de su existencia.Llegó trotando hasta su posición delantera habitual, sonriendo al ver la expresión de alivio en las caras de sus compañeros, ahora que la estrella del equipo había hecho su entrada tardía.Durante unos minutos, Santiago buscó su lugar en el partido, moviéndose con velocidad y gracia, ejecutando fintas con destreza y adoptando posiciones perfectas que los otros Americanitos nunca lograban entender ni aprovechar. Se movía adelantado al juego, pero no del todo metido en él, así que buscó una posición más abajo.Entonces tuvo su oportunidad. Normalmente, una oportunidad le bastaba. Se hizo un espacio y recuperó un balón que sacaba la defensa. Esquivó casi sin proponérselo a un defensa torpe, dejó a otro parado y se acercó a la portería. Desde el borde del área, descerrajó un potente tiro que pasó rozando la cabeza de un defensa atónito.Casi le parecía oír al legendario comentarista argentino, Andrés Cantor, gritando "¡Goooollll!!!!!!"Santiago trabajaba por las noches en un restaurante chino, un local popular y ruidoso. Recogía los platos sucios, trasladaba pesadas latas y barriles, sacaba la basura y a veces lavaba los platos sucios que los jóvenes camareros traían de las mesas.Llevaba ahí más de seis meses y en varias ocasiones le había pedido al jefe que lo dejara trabajar de camarero, porque los camareros ganaban más. La respuesta era siempre la misma: "No, tú no eres chino".Eso no lo podía discutir, pero por lo menos cada noche que trabajaba, Santiago volvía a casa con un poco más de dinero. Un poco más que añadía a los ahorros que guardaba en una vieja zapatilla deportiva sobre el armario del dormitorio que compartía con Julio, su hermano menor.Después del partido de fútbol, Santiago volvía a estar atrasado. Uno de sus compañeros de equipo lo llevó en un viejo Ford Galaxy, y cuando se detuvo frente a su casa, a Santiago apenas le quedaba tiempo para ducharse, cambiarse de ropa y tal vez coger un burrito camino al restaurante. No le gustaba la comida china. La tenía demasiado vista.Saltó del asiento del pasajero y cerró de un portazo.–¡Gracias por traerme! –gritó y caminó por la pendiente hacia la casa, una construcción de un piso encaramada en una colina, cerca del estadio de los Dodgers.En el pequeño antejardín, el padre de Santiago y otro hombre tenían las cabezas metidas bajo el capó de una camioneta. Herman le lanzó a su hijo una mirada fugaz al verlo pasar a su lado y entrar en la casa.Un comentarista de fútbol comentaba un partido a todo volumen en el televisor, situado en un rincón del desordenado salón. Estaban transmitiendo los goles de un partido entre el Real Madrid y el Barcelona y la abuela de Santiago estaba aun más atenta que su nieto menor, sentado a su lado. Había dos fanáticos del fútbol en la familia Muñez y, con sólo mirar a Mercedes, se entendía que Santiago era el segundo.La mujer saltó de su silla cuando el Real Madrid marcó el segundo gol.–¡Mira! ¿Qué te había dicho? –preguntó. Siempre hablaban en español en casa–. ¿Notas la diferencia desde que volvió Beckham? Nadie sabe hacer esos pases cruzados como él.–Sí, ya veo –contestó Julio–. ¿Te importa si ahora sigo haciendo los deberes?Santiago sonrió desde la puerta mientras su abuela apagaba el televisor y le hacía las preguntas habituales.–¿Cómo te fue? ¿Jugaste bien?–Ganamos cuatro a dos. Metí dos goles, debería haber metido otro.–Santiago señaló hacia la ventana con un gesto de la cabeza.–¿Qué pasa con Papá?–Se quiere comprar un camión.—¿Por qué?—Para que puedan trabajar de independientes. Su propio negocio, Muñez e hijo, ¿qué tal?Santiago abrió su bolsa deportiva y sacó su inhalador para el asma. Tomó una bocanada rápida.—¿Ése es el mejor plan que tiene para mí? ¿Pasarme el resto de mi vida con las uñas llenas de tierra?Julio levantó la mirada de sus libros de texto.—Siempre hay un plan B –dijo.–¿Sí? ¿Y cuál sería?–El gran Sueño Americano. Ganamos la lotería, güey.Cuando Santiago iba hacia el dormitorio, Herman entró desde el jardín. No se le veía demasiado contento. En realidad rara vez se le veía contento. La vida no le había hecho muchos favores a Herman Muñez.–¿Y qué pasó? –preguntó Mercedes.–El hombre ése quiere demasiado dinero.Santiago reprimió una sonrisa cuando miró a su padre.–Qué lástima, Papá.TresIncluso cuando estaba de vacaciones, Glen Foy se tomaba el fútbol en serio. No podía evitarlo. El campo de St. James o un terreno de juego en el Valle de San Fernando, Shearer y compañía o un puñado de niños de siete años. El fútbol era el fútbol. El fútbol era un asunto serio.Glen estaba de visita donde su hija Val, que vivía en el sur de California con su marido y dos hijos pequeños. Y uno de esos hijos, Tom, de siete años, ahora estaba en el campo mientras su abuelo y Mamá observaban desde la línea de banda, lanzando gritos de aliento.Sólo que en el caso de Glen, no era, precisamente, de aliento.–¡Mantén tu posición, Tom! ¡No te pegues al montón, quédate en la punta, que es donde debieras estar!–¡Papá! –dijo Val–, no es la final de la Copa. Tienen siete años.–Sí, pero hay que iniciarlos cuando son jóvenes.El acento de Glen era una mezcla inusual del sur de Irlanda y el noreste de Inglaterra. Había vivido en Newcastle y sus alrededores la mayor parte de su vida adulta. A los cuarenta y ocho años, había engordado un par de kilos desde sus días de gloria, pero aún se le veía bastante en forma, especialmente con su bronceado de vacaciones.Al otro extremo del campo, un grupo de madres jóvenes revivía sus días de animadoras.–¡Vamos, Wild Cats, arriba!Los muchachos se desparramaron por el campo como un enjambre de abejas furiosas, pero el nieto de Glen se movía por el exterior de donde estaba la acción.CO
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Weight | 4.4 oz |
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Dimensions | 0.4800 × 4.2300 × 6.8600 in |
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BISAC | |
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