64: Una novela
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¿Cómo saber si uno ha empezado a vivir el último año de su vida?
Anna Katz acaba de cumplir 64 años, la edad a la que murieron su padre, su abuela y su tía y, por si acaso, lo ha celebrado en grande y ha hecho una lista con todo aquello que siempre quiso pero nunca pudo hacer.
Sin embargo, sus planes pronto tropiezan con contratiempos. Su hija Sofía, una periodista de 32 años tan exitosa en el trabajo como desventurada en el amor, la sorprende con un embarazo no buscado, y su prima Bea decide encaminarse hacia la muerte. Con 73 años ha sobrevivido al número fatídico en la familia, pero la atormentan achaques imaginarios y una culpa que nadie más cree que se merezca.
Anna y Leonardo, su “eterno novio”, se enfrentan además a otra impactante noticia: Anna se ha descubierto un bulto en un pecho, y los exámenes confirman el más temido de los diagnósticos.
Los fantasmas del 11 de septiembre, el drama compartido de la batalla contra el cáncer y la solidaridad inquebrantable de una familia en las buenas y en las malas se entrelazan en esta historia neoyorquina de amores y desamores, abandonos y felices reencuentros que nos recuerdan que todos tenemos siempre un motivo para seguir viviendo.
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Description in English
How do you know if you have started to live your last year of life?
Anna Katz has just turned 64, the age at which her father, her grandmother and her aunt died. So just in case, she celebrates big and starts keeping a list of all the things she wants to do but never could.
Her plans, nevertheless, stumble over setbacks. Her daughter Sofia, a 32-year-old journalist who is successful at work but unfortunate in love, surprises her with an unplanned pregnancy while her cousin Beatriz decides to follow her path to death. At 73, she has survived the fateful familial unlucky number but is tormented by imaginary maladies and a guilt others don’t think that she deserves.
Anna and Leonardo, her husband, face another shocking piece of news: Anna has discovered a lump in her breast and tests confirm the most feared diagnosis.
The ghosts of September 11, the shared drama of a cancer battle and the unswerving solidarity of a family in good times and bad intertwine in this New York story of affection and estrangement, abandonments and joyous reunions that remind us to keep on living.
Sigal Ratner-Arias es una escritora y periodista venezolana radicada en Nueva York.
Se desempeña como editora de cultura y espectáculos del servicio en español de The Associated Press, trabajo que en la última década la ha llevado a cubrir desde el Festival de Cine de Cannes hasta la ceremonia de entrega de los premios Oscar, y a entrevistar a cientos de músicos, cineastas, actores, escritores y dramaturgos de renombre internacional. Sus artículos, entrevistas y reportajes se publican en Estados Unidos, Latinoamérica y decenas de países de todo el mundo, en español y en inglés.
Sigal nació en Caracas y pasó parte de su infancia en Israel. Empezó a escribir desde niña y más tarde estudió Comunicación Social en la Universidad Central de Venezuela y trabajó como productora y redactora de noticias para RCTV, entonces uno de los principales canales de la televisión venezolana.
La muerte de su padre a los 64 años, edad a la que murieron también su abuela y su tía, la inspiró a escribir 64, su primera novela.
Sigal vive con su esposo y sus tres hijos.
C. A. PRESS
64
Sigal Ratner-Arias nació en Caracas en 1975 y pasó parte de su infancia en Israel. Empezó a escribir desde niña y más tarde estudió Comunicación Social en la Universidad Central de Venezuela y trabajó como asistente de producción y redactora de noticias para RCTV, entonces uno de los principales canales de la televisión venezolana.
En 1998 se instaló en Nueva York, donde se desempeña como editora de cultura y espectáculos del servicio en español de la Associated Press, trabajo que en la última década la ha llevado a cubrir desde el Festival de Cine de Cannes hasta la ceremonia de entrega de los premios Oscar, y a entrevistar a cientos de músicos, cineastas, actores, escritores y dramaturgos de renombre internacional. Sus artículos, entrevistas y reportajes se publican en Estados Unidos, Latinoamérica y decenas de países de todo el mundo, en español y en inglés.
La muerte de su padre a los 64 años, edad a la que murieron también su abuela y su tía, la inspiró a escribir 64, su primera novela. Sigal vive con su esposo y sus tres hijos.
Sigal Ratner-Arias
Sueña como si fueras a vivir para siempre, vive como si fueras a morir hoy.
James Dean
I
Dos días antes de morir, mi padre me dijo:
—Hija, tengo la misma edad que tenía tu abuela cuando murió.
En su voz noté un tono de melancolía, quizás porque presentía que el final, finalmente, estaba a la vuelta de la esquina.
Tras pasar múltiples sustos desde que era niña sabía que tarde o temprano mi papá se iría, pero preferí evadirlo para escapar del dolor que la sola idea me producía y le respondí con un ay papi, no digas eso, y cambié de tema de inmediato.
Una semana antes del primer aniversario de su partida falleció mi tía, su única hermana, a la misma edad: 64, los años que anoche me celebró mi familia.
Aunque mi madre sigue viva con 94 y he tratado de llevar una vida sana los últimos 30 años, no puedo negar que me atemoriza dejar prematuramente el mundo. Quiero lanzarme a hacer todo lo que no he osado, probar lo que no he probado, bailar lo que no he bailado y divertirme hasta la médula para VIVIR al máximo el que podría ser mi último año.
Con mis hijos ya está hablado y mi marido, un esposo soñado, ha prometido acompañarme hasta el final y despejarme el camino para asegurarse de que todo salga como yo lo he planificado.
Me llamo Anna Katz y mi aventura comienza.
II
Beatriz Rosen estaba tan convencida de que no llegaría a los 65 años que en los últimos cinco se aseguró de no desperdiciar ni un centavo de su jubilación y se dedicó a recorrer el mundo, disfrutar noches de copas con amigos, visitar museos y subastas de arte latino, entregarse a largas sesiones de masajes y celebrar cada cumpleaños como si se tratara del último.
Ahora a los 73, sin más que un pequeño apartamento que le compraron sus cuatro hijos, se pasa los días en cama, segura de que tarde o temprano una enfermedad que la acecha en silencio se manifestará, y sólo sale para hacerse un chequeo médico tras otro que siempre concluyen con el mismísimo diagnóstico: “No tiene nada Sra. Rosen. Váyase tranquila a su casa y si puede camine un poco”.
“No es posible”, se dice ella una y otra vez. “Ni mi madre ni mi abuela, ni ninguno de mis tíos llegaron a los 65”. Una supuesta vidente se lo confirmó hacía años: la maldición del 64 también llamaría a su puerta.
A una calle de la estación de tren de Scarsdale, en un cuarto piso, Beatriz se asoma al balcón de ladrillo de su apartamento y observa a los niños que pedalean en sus triciclos, a las madres que empujan sus cochecitos saliendo del supermercado y a una pareja de ancianos que disfruta de un helado. Es la primavera del 2010 y desde 2006 no se come uno de esos deliciosos barquillos de vainilla con lluvia de chocolate, por siempre sus favoritos.
Y los de Claire, que en paz descanse.
Hace calor para ser apenas principios de mayo y los ancianos se apremian para ganarle a los rayos de sol que derriten rápidamente los helados.
Suena el teléfono pero Beatriz lo deja timbrar hasta que el aparato vuelve al silencio. Para frustración de sus hijos nunca le gustaron las contestadoras automáticas, no siempre está de ánimo para responder y jamás se molesta en escuchar sus mensajes. Ni siquiera sabría cómo. El teléfono vuelve a repicar y Beatriz sabe que es su prima Anna. Anoche fue su cumpleaños, el 64, y no estaba de ánimo para celebrar un número tan fatídico en la familia.
Entra a la sala y encara al ruidoso animal gris por un instante, pero desiste otra vez y regresa al balcón para contemplar el deleite de otros que siguen disfrutando de sus vidas.
En la esquina de la calle ve el camión de helados que aparece cada año con las primeras hojas de los árboles y decide bajar, no a comprarse uno (“eso acabaría con mi salud”) sino a comérselos todos, aunque sólo con los ojos.
Con el mismo vestido de flores que le compró su difunto marido en 1978 y un bastón que lleva a todos lados aunque no lo necesite, Beatriz se acomoda el moño de cabellos grises, se plancha el frente del vestido con las manos, sube al ascensor y oprime con ansiedad el botón. La boca comienza a hacérsele agua, pero las puertas se abren y se tropieza de frente con la hija de Anna. Su prima la mandó preocupada porque no ha sabido nada de ella hace días. No le extrañó que hubiera faltado a su fiesta. Típico de la prima Bea. Sólo quería asegurarse de que aún está quejándose de sus supuestas dolencias.
—Hola Bea. ¡Qué bueno que te encuentro viva! —le dice Sofía con picardía.
—¿Y eso? —le dice ella y hace el ademán de besarle las mejillas, aunque sus labios sólo suenan en el aire.
—Mi mamá estaba angustiadísima. Llamó a reportar tu número pero le dijeron que no había averías. ¿Todo bien?
—Todo bien. Estaba en el cardiólogo haciéndome un chequeo.
—¿Desde hace tres días? ¿Y por qué no fuiste a la fiesta de mamá? No sabes lo que te perdiste. Hasta la abuela se puso a bailar con el DJ que le llevaron sus amigas. Con semejante rumba hubieras tenido una excusa perfecta para quedarte en cama toda la semana.
—Ay Sofía, no te burles de esta pobre prima. Algún día entenderás mis achaques y espero que no sea porque los padezcas. Ven, te invito a un helado.
—Gracias, estoy a dieta. Pero te acompaño.
Ambas salen del edificio y se detienen por un momento en la entrada para disfrutar del aroma casi imperceptible de los tulipanes rojos que decoran las macetas en esta época del año. A diferencia de Beatriz, las flores no durarán mucho.
Sofía comienza a caminar a paso normal y de pronto se da cuenta que está dejando atrás a su prima segunda, que la alcanza justo frente al camión de los helados. Se miran con complicidad e inhalan profundamente antes de exhalar un sonoro suspiro de placer. Beatriz suelta una carcajada y Sofía, una espigada rubia de ojos verdes de 32 años, la acompaña. Hacía mucho que Beatriz no se reía con tantas ganas.
—Cuatro años —dice Sofía.
—Sí. Cuatro años —repite Beatriz, que ahora mira a la misma pareja de ancianos, sentados en un banquito y cogidos de la mano.
El marido de Beatriz murió cuatro años antes tras sufrir un derrame cerebral en una heladería. Estaban compartiendo un banana split de fresa y chocolate cuando de pronto él dejó de hablar y se quedó con la mirada congelada hacia arriba. Los ojos le brillaban de pánico. Beatriz nunca ha podido borrarse esa imagen.
Cómo extrañaba Beatriz a Alberto. Cuán poco había hecho sin él. Desde que se mudaron de su casa en Scarsdale al apartamento después de jubilarse y de gastar gran parte de sus ahorros disfrutando de la vida, solían pasar horas charlando, jugando a las cartas o al Rummikub.
Comienzan a sonar los primeros acordes de “I Gotta Feeling” y por un instante Beatriz se extraña al ver que la música sale de la cartera de Sofía. Es su iPhone. Ella y su hermano les cambiaron el tono a todos los invitados en la fiesta de su madre por el nuevo éxito de los Black Eyed Peas.
—¡Jelou! —saluda la más joven—. Hola mamá. Todo bien. Aquí estamos, comiéndonos un súper helado.
Anna conoce bien a su hija. Sabe que es un chiste.
—Toma, mi mamá te quiere decir algo.
Beatriz toma el teléfono con algo de torpeza. No está acostumbrada a hablar por una pequeña pantalla plana y mucho menos en medio de la calle.
—Acompáñame a casa. Tengo algo para tu madre.
En el apartamento hace más calor que afuera. Beatriz evita encender el aire acondicionado tanto para ahorrarles a sus hijos en electricidad como para no pescarse una pulmonía. Si afuera la brisa mitigaba los efectos del sol, adentro la humedad les crispa el cabello, las sonroja y les perla la piel con gotas de sudor. Beatriz saca una jarra de limonada casera de la nevera y le sirve un vaso a Sofía, que la recibe agradecida mientras estudia el panorama a su alrededor.
Es un apartamento pequeño y moderno, de techos no muy altos pero bien iluminado, paredes blancas forradas de cuadros y fotos de la familia y pisos de madera porque Beatriz no soporta el polvo que acumulan las alfombras. Sólo conserva dos tapetes persas de épocas mejores: uno en la sala, que no tuvo corazón para tirar porque lo había elegido Alberto, y otro que sus hijos la obligaron a poner debajo del comedor porque cada vez que Beatriz tenía visita —lo cual era muy raro desde la muerte de su marido— los vecinos de abajo se quejaban del ruido. Los muebles eran los mismos desde que se casó: un juego de sofás de terciopelo marrón, una mesita redonda con tope de mármol y un comedor de madera laqueada de un blanco desconchado en las esquinas por el paso de los años. Además de un dormitorio, un pequeño escritorio, una mecedora en el balcón y algunas plantas, no le quedaban más bienes de la que había sido su casa en otra vida, cuando sus hijos vivían con ella y Alberto y todo era alegría. Lo vendió todo cuando se mudaron, tanto porque no le cabía como porque necesitaba el dinero.
—¿De cuándo es esta foto? —dice Sofía observando una imagen en blanco y negro de 5 × 7 que cuelga de la pared, en la que sus cuatro primos pequeños están disfrazados de marineros.
—¡Ah! ¡Qué de tiempos! Eso fue en la fiesta del Bar Mitzva de un sobrino de tío Alberto que coincidió con Purim —dijo en referencia a la divertida fiesta de disfraces que conmemora cuando la reina Ester y su tío Mordejai evitaron la aniquilación del pueblo judío de la antigua Persia—. Todos fuimos disfrazados. Éramos la caravana marina. Tu tío se vistió de capitán y yo de maestre.
—¿Maestre?
Beatriz entra a su habitación y Sofía mientras saca su iPhone y busca en Wikipedia:
“Maestre. El maestre en los veleros antiguos era el encargado de que el estado del barco fuera óptimo antes de partir, así como de los aspectos económicos y de intendencia”.
Tiene sentido, piensa. Con lo organizada que es Bea.
Beatriz llama a Sofía y le pide que le ayude a bajar unos libros para su madre que guarda en lo alto de una estantería. Es una biblioteca ordenada que ocupa toda una pared del cuarto de su prima. Se sube en un taburete y ni en la repisa más alta encuentra rastro de polvo. Sonríe para sus adentros, pero desiste de hacer un comentario chistoso por respeto a la prima.
—Ajá, Bea. ¿Qué te bajo?
Los títulos le causan una nerviosa media sonrisa. 2001 cosas que hacer antes de morir. Cosas inolvidables para hacer antes de morir. Un último deseo que cumplir antes de morir.
Sofía lee la contraportada del primero:
“Ahora es el momento de hacer todas esas cosas que sólo habías soñado… Sube el Kilimanjaro… Inventa algo… Cambia de trabajo… Escribe tu nombre en cemento… Sé testigo de un nacimiento”.
“Sé testigo de un nacimiento”.
Sofía pierde el equilibrio por un momento, pero logra apoyar el pie en el suelo y se recupera. Con las mejillas coloradas y los libros en la mano, se excusa y le da un beso a Beatriz y se apresura hacia la salida. Oprime el botón del ascensor pero opta por las escaleras al oír el bastón y los pasos de la prima.
Deja atrás los tulipanes y los ladrillos, la pareja de ancianos, el camión de los helados. Sube a su auto alquilado a dos calles y no puede evitar romper en llanto. La regla no le ha venido esa semana y su octavo novio la ha dejado.
III
La primera raya apareció enseguida y por un momento Sofía sintió un gran alivio. Pero las instrucciones, que no había leído pero recordaba bien desde que pasó su primer y otro único gran susto, lo decían claramente: espere hasta dos minutos para completar la prueba y aún si no aparece una segunda raya puede tratarse de un falso negativo. Los 15 segundos se le hicieron eternos. Sentada en el baño de su apartamento de una habitación en Manhattan sintió que el pecho le estallaba al verla aparecer, borrosa e inclemente, la segunda rayita.
No hubo segunda prueba, ni tercera, ni cuarta o quinta, como aquella primera vez a los 19 años, cuando el terror le clavó la idea de que el nivel de la hormona hCG en su orina aún no era el suficiente para arrojar un positivo y la pobre no durmió cuatro noches hasta que manchó de rojo el sofá beige de Ikea. Más de una semana pasó tratando de limpiarlo, pero feliz. Por fin, sucumbió ante la mancha y resolvió el asunto echándole encima una manta que no sólo la tapaba sino que le recordaba la suerte que había tenido y lo mucho que debía cuidarse en adelante.
Quedar embarazada en esa etapa de su vida habría sido catastrófico. Apenas cursaba el segundo año de periodismo en NYU y lo último que quería era arruinar un ambicioso plan que incluía llegar a escribir para las páginas de arte del New York Times y convertirse en editora de esas mismas páginas antes de los 30.
Por si fuera poco el hipotético padre de la criatura era un chico de su edad, guapo y divertido, pero con un futuro menos planificado y ambicioso que el suyo. Para él, la universidad era una larga vacación patrocinada por sus adinerados papis; lo más lejano que podía prever era la salida del próximo viernes, que religiosamente acababa extendiendo hasta el domingo.
—Justo a tiempo para la misa —bromeaba medio borracho.
El chiste hacía referencia a Limelight, el famoso club nocturno de Chelsea ubicado en una antigua iglesia del siglo XIX. Al difunto párroco le habría dado un infarto ver el santo recinto convertido en semejante antro del pecado.
Sofía rumbeaba, pero conocía sus límites; sabía exactamente cuándo tenía que aplicarse en sus estudios y cuándo podía pasarse tres noches seguidas bailando y tomando gracias a un documento de identidad falso que el mismo noviecito le había fabricado. En cualquier caso, ninguno estaba listo para tener una relación seria y mucho menos para asumir la responsabilidad de un bebé.
Pero a los 32 años la historia era distinta. Rafael la había dejado, sí, pero ella era una exitosa editora en una agencia de noticias de prestigio y el llamado reloj biológico retumbaba cada día con más fuerza en su interior. Por más independiente y segura que pareciera, estaba más que lista para formar una familia.
Quizás estaría más tranquila si no se percatara de las miradas de lástima mal disimulada con que su hermano y su cuñada la miraban mientras jugaba con sus amadas sobrinas las dos veces al año que venían de visita desde Michigan. Él le llevaba apenas dos años y desde hacía tres ya era padre de dos niñas. Su soltería en especial le preocupaba a su abuela, que en cada cumpleaños desde los 25 brindaba porque ese sí sería el año en que Sofía se casaría.
—No me queda mucho tiempo —le decía—. ¡Vamos! Que todavía quiero bailar la jora en tu boda.
“Como si una pudiera comprarse un buen marido y además judío en el mercado de pulgas de Soho”, pensaba Sofía mientras seguía sonriéndole a su abuela.
Estuvo cerca de casarse en dos ocasiones, a los 23 y a los 28, pero en ambos casos rompió ella el compromiso al darse cuenta de que ni Andrew ni David podrían hacerla eternamente feliz, y que tampoco ella podría hacerlos felices a ellos. Uno era un maníaco del orden hasta el punto de que podía levantarla en la mitad de la noche si encontraba un pelo suyo en el lavamanos; el otro esperaba que ella lo dejara todo y se mudara con él a Marruecos, donde él sería diplomático pero ella no sería nadie ni tendría nada que buscar profesionalmente; ni siquiera hablaba el idioma.
—No seas tan exigente —insistía la abuela—, no existe el hombre perfecto. Tu abuelo y yo peleábamos todo el tiempo pero no podíamos vivir el uno sin el otro. Hasta que…ya sabes, pasó a la eternidad a los 64. Dios lo tenga en la gloria.
Su madre hacía mucho que había dejado de hablarle del tema. Sólo le pidió, al cabo de un atropellado desfile de novios, que no se apresurara tanto en traerlos a casa para no causarle falsas esperanzas a la abuela, que con cada uno se entusiasmaba y le declaraba a la familia:
—Este sí es, van a ver, que se los digo.
Pero Sofía entendió de inmediato que era su madre la que no quería hacerse ilusiones. Y aunque le había contado que estaba saliendo con un profesor de teatro de su alma máter, que era judío y de padres argentinos, se reservó que nunca se había sentido así con nadie, que prácticamente estaban viviendo juntos, que él estaba recién separado de su esposa y que tenía dos hijos pequeños. Ni siquiera le dijo su nombre. Rafael.
Menos mal, pensó tres semanas antes cuando él la sorprendió después de cuatro meses juntos diciéndole que el domingo, cuando había llevado a sus hijos de vuelta a la casa de su ex, ella lo había convencido de que se dieran una oportunidad, si no por ellos, por los niños, y que si no lo hacía tenía miedo de arrepentirse toda la vida. Desde entonces, Sofía no había vuelto a saber de él.
Un hijo. O una hija. Un ser formándose en su propio ser. Aunque aterrada, Sofía se deja embargar por una emoción contenida que le permite imaginarse cómo se vería con una gran barriga, cómo se sentiría ese ser moviéndose como un pequeño pez en su vientre, luchando por el derecho a nutrirse de su sangre, de respirar su propio oxígeno.
Aún sentada en el inodoro, se transporta a la última vez que hicieron el amor, esa noche perfecta en la que, tras acompañarlo a ver una obra de sus alumnos, volvieron a casa, abrieron una botella de vino tinto e intercalaron besos apasionados con grandes sorbos y mordiscos, y se fueron pelando de a poco las ropas mientras sus labios y lenguas recorrían cada centímetro de piel.
Y ahora esto.
Sofía se percata de que los muslos se le están durmiendo. No sabe cuánto tiempo ha pasado, pero finalmente se levanta, se lava la cara con agua fría y sale del baño a su cuarto dejando la prueba de embarazo encima del lavamanos. Sobre la mesa de noche aún están los libros que su madre le encargó a la prima Bea y que no tuvo coraje de llevarle el mismo día.
—Sé testigo de un nacimiento —dice ahora en voz alta, con ironía.
Su madre era abuela, pero no había sido testigo de un nacimiento. Sus sobrinas nacieron en Boston mientras su hermano estudiaba un posgrado en economía y ella y sus padres llegaron al día siguiente del parto. Sesenta y cuatro. Su mamá había cumplido 64 y esta podía ser su única oportunidad de ver a su hija embarazada, de vivir con ella la formación de un nuevo nieto, de acompañarla a las ecografías y ver lo que en su época la tecnología no le permitía. De atestiguar un parto y tachar un acontecimiento importante de su lista. Sofía ya no tenía dudas. Estaba decidida.
IV
Un certificado para un masaje con piedras en el hotel W de Park Avenue South. Un ejemplar de El principito de Antoine de Saint-Exupéry. Otro de Crónica de una muerte anunciada. Anna no puede evitar esbozar una sonrisa al ver el título de Gabriel García Márquez entre sus regalos de cumpleaños.
—¡Qué apropiado! —le dice a Leonardo con el libro en la mano, levantándolo un poco desde el sillón para que el marido, medio dormido en la cama contigua, pueda verlo con el ojo izquierdo, el derecho aún cerrado contra la almohada. Leonardo sonríe con un guiño de aprobación y vuelve a tratar de conciliar el sueño.
Anna ha ido abriendo los regalos con la precisión de un cirujano, tratando de no romper el papel con la idea de reciclarlo. Ya tiene suficientes como para forrar todos los obsequios que se puedan dar en una vida, pero aun así suma uno más a su colección por considerarlo demasiado hermoso como para desecharlo.
Esa mañana se levantó con la energía de siempre pese a que la víspera le habían celebrado en grande los 64, la edad emblemática a la que murieron su padre, su abuela y su tía por deficiencia cardiaca, además de algunos parientes menos cercanos. Esperaba sentirse diferente, encontrar en el espejo algún indicio de que el de anoche sería su último cumpleaños. Había leído un artículo titulado “¿Una enfermedad está mirándote a la cara?” sobre las señales de enfermedad que se suelen pasar por alto en el rostro, y tan cerca como le permitió su presbicia dedicó unos minutos a estudiar su reflejo. Un aro blanco alrededor del iris podría indicar un nivel de colesterol alto, un tono pálido en los párpados indicaría anemia, un cambio en el tono de la piel podía deberse a hepatitis u otro problema del hígado. Todo estaba en orden. Su única dolencia era migraña, con aura, y había tomado las precauciones necesarias antes de acostarse para evitar un episodio digno de tantos tragos, tanta música y tanto baile.
Anna todavía se veía bien, y lo sabía. Ni los estragos de la menopausia le habían robado el esplendor de la cara o el brillo de sus ojos verdes. Corría dos veces por semana y practicaba yoga religiosamente los domingos, y cuidaba lo que comía sin privarse del dulce, la pizza o el plato de pasta ocasionales. Nunca le faltaron piropos en su natal Venezuela y aún pasados los sesenta, en su adoptiva Nueva York, los seguía recibiendo, sobre todo bajo la iluminación adecuada, esa que podía hacerla lucir hasta 10 años más joven sin necesidad del lifting al que se habían sometido algunas de sus amigas.
Con el libro aún en la mano, Anna se levanta del sillón, coge sus gafas y vuelve a meterse en el lecho de sábanas blancas que desde hace 37 años comparte con su eterno novio, como suele referirse a Leonardo. Le roza el pie con el suyo y se deja embriagar por la sensación de paz infinita que le produce la sincronización de energías en ese discreto contacto —a veces lo único que la calma en las noches de insomnio.
Crónica de una muerte anunciada, lee en la portada del libro de tapa blanda que le fascinó hace tres décadas y que nunca releyó.
“Querida Annita”, dice adentro una nota a mano. “Después de mucho pensar qué regalarte en este cumpleaños tan importante para ti y tu familia, opté por esta joya del Gabo, a quien tanto admiras, y me tomé la libertad de resaltar algunas líneas que me parecieron apropiadas. Si sigues las instrucciones al pie de la letra llegarás a la conclusión de que este no puede ser tu último año y de paso encontrarás una sorpresita que espero te traiga buenos recuerdos de nuestra juventud. Tu hermana del alma, Dina. PD: Vete directamente a la página 4”.
Dina, una pintora radicada en Miami que había viajado especialmente a Nueva York para asistir al cumpleaños de Anna, era una de sus mejores amigas desde siempre. Se conocieron de adolescentes en la única escuela secundaria judía de Caracas y pese a que a veces podían pasar meses desconectadas sabían que contaban la una con la otra del mismo modo en que sabían hacerse reír o llorar mutuamente. Anna era una de las pocas personas que no sólo entendían a Dina sino que realmente apreciaban su sofisticado sentido del humor. Dina era una de las pocas personas capaces de llevar a Anna a su nivel más profundo de reflexión y, junto con Leonardo, fue su ancla durante el año que murieron su padre y luego su tía. La ayudaba a llevar a sus hijos a la escuela por las mañanas y la obligaba a levantarse, a vestirse y a seguir adelante con su vida.
Anna se dirige a la página 4 y lee el texto marcado con resaltador amarillo: “…la mayoría estaba de acuerdo en que era un tiempo fúnebre”, y escrito a mano “sigue en la página 6”. Le sigue el juego a su amiga, que la pone a saltar de página en página, a armar un rompecabezas de textos marcados con el resaltador, palabras agregadas entre paréntesis y frases de su puño y letra añadidas al margen del libro.
“(Pero) todos los sueños con pájaros son de buena salud”, lee en la página 6, “y yo te he soñado con grandes alas volando alto”, ahora en la letra de Dina. Página 49, “Nunca hubo una muerte más anunciada…”, y 75, “(aunque quizás) se conservaría por más tiempo”. Vuelve a recorrer todo el camino de citas y páginas y las piezas acaban encajando como un poema:
La mayoría estaba de acuerdo en que era un tiempo fúnebre (p. 4)
(Pero) todos los sueños con pájaros son de buena salud (p. 6)
Y yo te he soñado a ti con grandes alas volando alto (Dina)
Nunca hubo una muerte más anunciada (p. 49)
(Pero) la puerta fatal (aún estaba lejana) (p. 12)
Se conservaría por más tiempo (p. 75)
La tuya será una Crónica de una VIDA anunciada (Dina)
La dedicatoria termina en la página 64. Entre la penúltima y la última línea, ahora en verde esperanza: “seguimos la fiesta por nuestra cuenta”.
Las lágrimas le habrían corrido el rímel que no se quitó la víspera de no ser por la bolsita transparente con un cigarrillo de marihuana que Anna encuentra pegada en la página 65, y que al principio se imaginó que era un marcapáginas. “Para que nos lo fumemos juntas en tu próximo cumpleaños, que coincidirá con el cuadragésimo aniversario de la primera y única vez que te atreviste a fumarte uno, también conmigo”. Una gran sonrisa la ilumina.
V
Una lluvia de flores cae con cada bocanada de viento en Central Park. Sofía camina con sus padres sobre una alfombra de pétalos rosados y el suave aroma, que solía endulzarle el espíritu en anticipo del caluroso verano, le produce unas náuseas que apenas logra disimular.
Va tomada del brazo de su padre, su madre abrazándola del otro lado, un sexteto de pies moviéndose al unísono. Sofía se recuerda caminando así por la playa de La Guaira en sus visitas a Caracas, donde de niña le fascinaban los araguaneyes floridos junto al Ávila y el olor a guayaba, mango y níspero en la cocina de la abuela paterna. Hacía años que no iban a Venezuela; hacía años que los pocos parientes cercanos que quedaban se habían mudado también a otras tierras. La eterna primavera del paraíso que había acogido a sus abuelos después de la guerra contrastaba ahora con el clima político, tan colorido como los árboles de Nueva York en el otoño.
Sofía invitó a desayunar a sus padres al Boathouse de Central Park con el pretexto de que no los había visto en dos semanas. Dijo que quería entregarle a su madre los libros de la prima Bea y ver cómo iba su lista de cosas por hacer en caso de que fuera su último año. Pero en realidad, quería aliviar el peso que sentía desde que se enteró de su embarazo y de una vez contárselos.
La mesa con vista al lago en la terraza de blancas columnas y pisos de madera le brinda un ambiente de paz perfecto; los patos nadan de dos en dos, varias parejas con y sin niños pedalean en los botecitos bajo un cielo azul intenso, tres chicas ríen a bordo de una góndola veneciana.
Una atractiva camarera de aspecto europeo se acerca y anuncia los platos del día. Anna ordena huevos benedictinos con salmón ahumado en lugar de tocino canadiense, Leonardo filet mignon con papas campesinas y Sofía la omelette del día, con corazones de alcachofa, puerros y espinaca.
—¿Para beber?
—Bellinis para todos —le dice el patriarca a la joven con piel de porcelana y porte de modelo, que evidentemente se gana la vida atendiendo mesas mientras consigue trabajo como actriz, como tantas otras en la ciudad de los rascacielos.
—Y agua por favor —agrega Sofía, que no había probado el alcohol desde el cumpleaños de la madre pero se abstiene de rechazar el trago para no tener que empezar a dar explicaciones.
Un canasto de pan recién salido del horno llega como un bálsamo a apaciguarle las náuseas, que a estas alturas ya no sabe si achacarle a su estado o a los nervios. Algo más repuesta, respira hondo para coger fuerzas y se dirige a su madre:
—Entonces, mamá, ¿cómo va la lista? ¿La trajiste?
—Sí, pero apenas he podido actualizarla. Me encargaron la traducción de un libro de cocina y eso me tiene consumida.
—Tu mamá ya habría terminado—intervino Leonardo— pero se le ocurrió la locura de preparar cada una de las recetas que va traduciendo. Si pudiera, cocinaría hasta los números de las páginas.
Anna se hizo traductora a los 55 para poder pasar más tiempo con su madre, a quien el tiempo poco a poco le iba arrebatando facultades. Durante años había sido profesora de español de la escuela pública primaria de New Rochelle, un trabajo que disfrutaba enormemente y cuyo vacío intentó llenar frente al fogón con un cucharón, un delantal y una selección infinita de especias. Casi a diario sorprendía a su familia con alguna buena receta, y alguna otra no tan buena, que había recortado de una revista, intercambiado con alguna amiga o sacado del nuevo libro del último chef de moda. Era un talento que llevaba en la sangre: su difunto padre no tenía un título de chef, pero en su casa sí que lo era.
Sofía toma la lista y lee en voz alta los ítems que aún están por tachar.
—Viajar a Israel y subir a Masada. Enseñarle a un adulto analfabeta a leer. Correr el maratón de Nueva York. Bañarme desnuda en el mar. Hacer el amor en la playa…
Anna se ruboriza y Leonardo le arranca juguetonamente la lista de las manos a Sofía.
—Dame acá, que esto no es apto para menores.
—¡Papi! —Sofía recupera la hoja, fuerza una sonrisa e intenta mostrarse lo más natural que puede—. ¡Tengo 32 años! ¡Ya no soy tu niña chiquita!
Saca de su bolsa los libros de la prima Bea, las páginas de interés marcadas con coloridos post-its, y con un portaminas añade sus sugerencias mientras la mesera regresa con los pedidos.
Anna y Leonardo se miran con picardía, sus tenedores revolotean de un plato al otro en un rítmico intercambio de bocados. No tienen ni idea del torbellino que recorre a su hija de arriba abajo, de los cambios hormonales, de las náuseas, del dolor tras el brasier, de lo que oculta su barriga.
—Mmm…—le dice Anna a su marido tras saborear un pedacito de carne con papas—. ¿Cómo haces para pedir siempre lo más rico del menú?
Y como tantas veces, Leonardo, entre satisfecho y resignado, sonríe de medio lado y se dispone a canjear su plato, pero ella lo detiene con un beso tierno en los labios.
—No es necesario —le dice con sinceridad—, estaba jugando.
—Listo —Sofía se acomoda en su silla como para empezar a comer, aunque ha perdido el apetito—. Pero no la leas todavía; mejor luego con el postre.
Y guarda el papel en su bolsa para postergarles a ellos un poco el dolor, aunque con ello también prolongue su martirio.
—¿Cómo va el trabajo? ¿Alguna cobertura interesante en estos días? —le pregunta su papá.
—Como siempre, intenso pero tranquilo. Acabamos de salir del Festival de Cine de Cannes y en junio tenemos el de jazz de Montreal, pero no tengo corresponsal, quizás me toque ir a mí.
—¡Qué bien! —le dice Anna—. Siempre has dicho que te gustaría ir.
Y mientras sus padres comienzan a recordar un viaje de aniversario que hicieron a Montreal, Sofía se pierde por los pasillos de su psique, todos plagados de pensamientos que la llevan a lo mismo: su embarazo, la decepción que le causará a sus padres, Rafael. De pronto piensa en lo poco que le tomaría llegar desde donde está a la oficina de él en NYU: nueve estaciones en la línea 6 del Subway, ocho paradas de autobús, sesenta y cinco cuadras caminando, doce dólares en taxi.
Sofía se pregunta si Rafael pensará en ella tanto como ella en él, si las noches se le hacen igual de largas y frías sin sus abrazos, si también a él alguien le ha gastado una broma en el trabajo al encontrarlo soñando despierto. ¿Cómo le estará yendo con su esposa? ¿Le hará el amor con el mismo ardor que a ella? ¿Se tomará el mismo tiempo? A Sofía le cuesta creer que algo tan especial haya sido tan insignificante para él, tan efímero. Mientras él retomó su vida exactamente donde la había dejado, la de ella había cambiado para siempre.
—Sofía, ¡Sofía! ¿No me oyes?
Sofía reacciona y se reincorpora a la escena en el restaurante.
—Disculpa mamá, ¿qué decías?
—Que si no vas a comerte tu omelette, que ya debe estar fría. ¿Qué te pasa? ¿No te sientes bien?
—No, no. No es nada. Perdona, me puse a pensar en otras cosas. La verdad no tengo mucha hambre.
Sofía hace un esfuerzo y come unos cuantos bocados, pero con cada uno se le intensifica el hormigueo en la boca del estómago: sus padres están esperándola para pedir el postre.
No aguanta más y le da la lista a su madre, que comienza a leerla entusiasmada junto a Leonardo.
US
Additional information
Dimensions | 0.6900 × 6.0100 × 8.9700 in |
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Imprint | |
ISBN-13 | |
ISBN-10 | |
Author | |
Audience | |
BISAC | |
Subjects | literary fiction, realistic fiction, Sisters, roman, FIC044000, novels, chick lit, short stories, pregnancy, women's fiction, love story, gifts for women, book club books, contemporary romance, adoption, gifts for her, fiction books, books fiction, romance novels, women gifts, realistic fiction books, mom books, summer books for women, love, parenting, england, women, marriage, relationship, relationships, family, mothers, modern, classic, romance, Literature, drama, motherhood, fiction, mystery, Friendship, grief, death, families, romantic, FIC019000 |